miércoles, 11 de agosto de 2010

El cuerpo tiene memoria

Nunca he sido deportista, atleta, ni mucho menos, pero tuve mi época universitaria de vanidad y ejercicio: Asistía regularmente a un pequeño local cerca de La Facultad para tomar las deliciosas y energetizantes clases de spinning. Y la verdad sea dicha, amaba esas clases: amaba la compañía del sudor ajeno, las rutinas extendidas en casa o en CU, los baños posteriores, los desayunos, las risas, los chismes, en fin, todo... hasta la mensualidad que Fede me proporcionaba y que después se convirtió en presupuesto de viajes. Además, Ani, Carlos, Samuel, Chucho y Susy , dueños y maestros respectivamente, me han parecido hasta la fecha, los mejores administradores y entrenadores ever; no había ningún impedimento de actitud o de irresponsabilidad deportiva que causara molestias o incomodidades para faltar. Cada vez que concluía una clase, me sentía exitosa por saberme capaz, sonriente, fuerte, resistente y esbelta. Mucho tiempo estuve buscando y probando otros "cycling center", hasta que encontré uno.
     La primera clase pensé varias cosas: 
1. Que el asiento lo sentiría incrustado por lo menos en las tres primeras clases y hubiera sucedido de no ser porque apliqué el sabio consejo de Samuel, mi instructor gurú y desaparecido como fantasma, quien aseguraba que el sillín lastima, si y sólo si, no se trabaja con las piernas
2. Que mi respiración estaría incontrolable; aunque sorpresivamente y a pesar de mi falta de condición física, conseguí mantener estable, gracias a las enseñanzas de Chucho (y seguramente también, a que hacía dos meses que no fumaba por la no invitada náusea que me siguió durante el mismo tiempo).
3. Y que no tendría fuerza suficiente para mantener las posiciones correctas o los pedales al ritmo de la música, misma que no sé de dónde salió, pero salió.
     Así que la primera semana estaba felizmente cansada y orgullosa por corroborar que, efectivamente, el cuerpo tiene memoria y no olvidó lo que antaño hicimos con tanto entusiasmo.

martes, 3 de agosto de 2010

Me contrataron un 16 de octubre

Mis Fs con Villoro






Fueron cuatro años (está bien, casi), debiera quizá decir, cuatro ciclos escolares. Cuando me enteré que estaba contratada salí feliz y desconcertada, y no se me ocurrió otra cosa más que comprarme un sostén, total, pronto tendría cómo reponer ese dinero; lo merecía después de tanta prueba que me había puesto nerviosa y luego Leti que me miraba muy seria y hablaba muy golpeado... en fin.  
    Durante este tiempo aprendí montón de cosas: como que una escuela con 65 años de antigüedad no es garantía de calidad educativa o que es preferible guardarse opiniones de tipo político, religioso o sexual si no quieres echarte encima a un puñado de mujeres medianamente informadas, por no decir mediocres. También corroboré que los niños pueden ser más inteligentes, perspicaces, creativos y subversivos de lo que uno piensa... sobre todo lo último.
     Declararme animadora de lectura me costó un poco de trabajo: Cuando decía a los demás mi ocupación había dos tipos de reacciones: o expresaban un exacerbado interés que me resultaba bastante falso o me miraban con cara de "¿para qué servirá eso?" y, en ambos casos, concluían con un "o sea, como cuentacuentos, ¿no?". Ser animador de lectura tiene su dosis de cuentacuentos, pero no es propiamente eso: A mí me gustaba hacer hablar a los chicos, disfrutar los fragmentos graciosos con harta carcajada o bien, aquéllos dramáticos con reflexiones inteligentes. Muchas de esas veces, salí sorprendida por escuchar vocecitas expresando grandes declaraciones y al mismo tiempo, avergonzada por creer de antemano que quizá no podrían llegar a complejas conjeturas. Gracias a mis alumnos sobreviví a cuatro largos años de depresión; me mantuvieron a flote. Podía llegar cruda, desvelada, somnolienta, enojada, cabizbaja, enferma, llorosa, como fuera, pero siempre había la oportunidad de sonreir o de enorgullecerme por algo. 
    No me importó nunca cuántos regalos recibiera el 15 de mayo o en fechas decembrinas, me valieron más las intenciones de algunos por compartirme sus nuevas lecturas o por demostrar que habían adelantado páginas del libro en turno.
    Además, descubrí para mí y para otros (no niños) múltiples lecturas de verdadera literatura infantil y aprendí a distinguirla de las lecturas para niños. Conocí a un par de autores, y en esas ocasiones, salí con la cabeza en alto por la calidad de preguntas que mis alumnos fueron capaces de formular... no soy la mejor, no es eso, reconozco que me faltó mucho, pero lo disfruté. Yo también quería ya cerrar ese ciclo, salir de ahí y encontrar nuevos caminos y justo eso es lo que se está armando... Nuevas caras se unen a la carrera hacia febrero.